HACIA UNA NUEVA LEY DE EDUCACION SUPERIOR

les.jpgDocumento elaborado por el IEC-CONADU y aprobado para el debate por el Congreso Extraordinario

1. Una sociedad en crisis, un rumbo en disputa

Tras el paso de la devastadora ola neoliberal que recorrió América Latina dejando un saldo de muerte, pobreza y destrucción, el cambio de signo del proceso político en nuestra región es un hecho innegable, y constituye un escenario alentador para construir un camino cierto hacia una sociedad basada en la solidaridad y en las aspiraciones comunes que alientan en la dignidad de los pueblos que, aún en los tiempos de oscuridad, no han dejado de luchar.

A lo largo de muchos años, nuestro pueblo sufrió las consecuencias de la aplicación de políticas que configuraron una sociedad profundamente desigual e inequitativa, en la que la mayoría de la población parecía condenada a un destino de exclusión del acceso a todos aquellos bienes que permiten sustentar las condiciones indispensables para una vida digna. Tras el ciclo en el cual las dictaduras militares fueron la fórmula común para el avasallamiento de la soberanía popular en casi todo el continente, los sectores dominantes promovieron el despliegue, en América Latina, del programa político, económico y cultural con el que procuraban consolidar su hegemonía y extender a nivel global las condiciones que les permitieran asegurar el continuo incremento de su riqueza y su poder. La aplicación sistemática del recetario neoliberal produjo transformaciones decisivas y efectos aún difícilmente reversibles en todos los aspectos de la vida social. En gran parte de los países de la región, la destrucción del aparato productivo nacional, la desindustrialización y la extranjerización de la economía, la concentración del capital, el desguazamiento del Estado y su adaptación a las funciones represivas y administrativas requeridas por la comunidad de negociados que reunió a empresarios y representantes de los grupos económicos y de los sectores financieros, junto a una parte del establishment político y sindical, constituyeron elementos determinantes de un proceso que dejó como resultado cifras exorbitantes de desempleo estructural, una mayoría de la población expuesta al hambre, carencias trágicas en la atención de la salud, serias limitaciones en el acceso a un sistema de educación pública crecientemente deficitario, desamparo en la vejez y en situaciones de vulnerabilidad de diversa índole, y condiciones de carencia extrema para una muy extendida porción de los sectores populares.

En nuestro país, a lo largo del año 2001, los síntomas de agotamiento del régimen de acumulación basado en la renta financiera – que se traducían en lo inmediato en la profundización de las medidas de “ajuste” del gasto público, sobre un trasfondo de extrema pauperización de una mayoría de la población – llevaron a esta sociedad al punto más álgido de una crisis integral que, en las jornadas de diciembre, se expresó en el estallido popular como impugnación general del estado de cosas imperante. El agotamiento del neoliberalismo no sólo se evidenció en una fenomenal crisis económica, sino en una concurrente crisis político-social que supuso, entre otras cosas, la deslegitimación de las formas establecidas de organización y representación institucional. La crisis permanece abierta en todos los órdenes, y representa el marco dentro del cual se desarrolla actualmente la disputa entre los sectores históricamente dominantes, que procuran recuperar terreno recomponiendo su hegemonía, y los sectores populares, que intentan construir una alternativa consolidando los signos del cambio.

A casi seis años de aquellas jornadas que representan un punto de inflexión en nuestra historia, y luego de que la mayoría de la sociedad argentina expresara la voluntad de superar la crisis a través de una modificación de la orientación general de la política nacional, nos hallamos inmersos en una situación en la que son numerosos – aún cuando insuficientes – los signos que señalan que dicha transformación se halla en curso. El rumbo del proceso abierto en Argentina y en toda América Latina permanece disputado, fuertemente amenazado por la tendencia conservadora que procuran imprimir en él los sectores cuyo poder y riqueza acumulados les permiten continuar condicionando recurrentemente las posibilidades de avanzar en la profundización de los cambios estructurales que son imprescindibles para reconstruir, sobre la base de un sentido compartido de la justicia, estas sociedades hoy empobrecidas y profundamente desiguales.

Como hoy día se advierte claramente, la salida de la convertibilidad y el abandono de las recetas impuestas por los organismos de crédito internacional, representó la sustitución de un régimen económico basado en la especulación financiera por un régimen en el que – relativamente protegida por el esquema del “dólar caro” – recupera importancia la actividad productiva, con una fuerte presencia del sector agroganadero vinculado a la exportación. Sin embargo, una parte decisiva de la producción nacional continúa en manos de aquellos grandes grupos económicos, que, asociados con capitales transnacionales, participaron de los procesos de privatización fraudulenta de las empresas del Estado, y que desarrollaron su estrategia de crecimiento dirigiendo su actividad hacia el mercado externo. Estos grupos, que además fortalecieron su posición y lograron obtener enormes ganancias a partir de la híper-explotación del trabajo – favorecida por el desarrollo deliberado de un alto índice de desempleo estructural, y protegida por las leyes laborales sancionadas en la década del ‘90 a la medida de los intereses patronales – no pueden ser la base sobre la cual proyectar una transformación sustantiva de la estructura económica y un cambio de signo en la orientación del proceso productivo. Ellos son, además, un factor que condiciona negativamente el intento de llevar adelante una política de integración regional que pretenda generar condiciones para promover conjuntamente, en las naciones latinoamericanas, un desarrollo autónomo y centrado en las necesidades e intereses de los sectores populares.

No es posible, entonces, apostar a que aquella modificación en el régimen económico redunde sin más en el bienestar de la mayoría. La reconstrucción de la estructura productiva nacional, así como la determinación de una orientación de su actividad hacia el mercado interno y la satisfacción de las demandas populares requiere, indudablemente, de la intervención activa del Estado. El Estado nacional ha comenzado en estos años a impulsar una serie de políticas que limitan parcialmente la acción de los sectores concentrados de la economía, y a estimular algunas actividades necesarias para desarrollar una estrategia de crecimiento con equidad. Sin embargo, esta intervención resulta aún insuficiente, no sólo porque la capacidad del Estado se halla todavía extremadamente limitada como efecto de las decisiones políticas que caracterizaron la etapa anterior, sino porque el Estado es hoy el terreno en que se libra la disputa entre aquellos que apuestan a emprender el camino hacia la consolidación de un proyecto popular y soberano, y quienes pretenden retener los resortes institucionales que les aseguren la perpetuación de los privilegios de una minoría insaciable.

No es posible producir las transformaciones necesarias para comenzar a resolver las necesidades populares aún insatisfechas si no se avanza en esta disputa. La decisión de fortalecer el Estado, su determinación y su capacidad de intervenir en el proceso económico – con el propósito de promover los cambios y asegurar las regulaciones que se requieren no sólo para atender las demandas populares inmediatas, sino para crear condiciones que permitan terminar con la desigualdad, la pobreza, el desempleo y la marginación – tiene que ser exigida y respaldada por la organización y la fuerza que también los universitarios tenemos la responsabilidad de ayudar a construir, comprometiendo nuestro quehacer con las necesidades de la mayoría y estrechando los vínculos entre la producción académica del conocimiento y la experiencia histórica que como pueblo hemos transitado.

2.
La Universidad en crisis

La Universidad es, indudablemente, uno de los ámbitos en los que la crisis se manifiesta. Y es también el terreno de una disputa en la que está en juego el rol que esta institución puede asumir en la determinación colectiva de la orientación del proceso histórico.
Al igual que otros actores sociales colectivos, la Universidad sufrió durante las décadas anteriores el intento de disciplinamiento que acompañó la estrategia desplegada por los sectores dominantes para poder imponer sus objetivos. En la segunda mitad de la década del ’70, la represión que se desató sobre la Universidad formó parte fundamental del plan sistemático de exterminio y aniquilación de todas las formas de organización popular que – prologado por la acción de la Triple A – fue implementado por la dictadura militar.

La Universidad que se normalizó institucionalmente con la recuperación de la democracia ya no fue la misma; muchos de los cuadros que en ella habían asumido el compromiso de vincular estrechamente su actividad con el propósito de construir una sociedad justa y democrática habían desaparecido, o se habían ido para no volver. Otros, permanecieron sometidos al terror que la dictadura bien supo internalizar en las capas medias de nuestra sociedad, o se vieron fuertemente condicionados por un contexto hostil a todo emprendimiento colectivo.

La posterior reestructuración general del sistema educativo, a tono con las exigencias directas del Banco Mundial y el BID, funcionó como un mecanismo de disciplinamiento no violento, que no fue menos poderoso. En todos los países de Latinoamérica se aplicó un recetario similar, cuyos diferentes resultados han dependido de las particularidades históricas de cada nación, así como de la correlación de fuerzas entre los sectores que promovían las reformas y aquellos que se opusieron – con éxito muy diverso – a su implementación. Reformas que fueron evidentes en el nivel básico de la educación, pero que alcanzaron con su modalidad propia al nivel superior, donde el desplazamiento de los mecanismos de ejercicio del poder fue tal vez más sutil.

La reforma consistió, en general, en una reducción de la inversión pública en educación, que, junto a una reestructuración del marco jurídico adecuada a aquellos propósitos (Ley de Transferencia de Servicios Educativos a
la Provincias, Ley Federal de Educación, Ley de Educación Superior), culminó en una redefinición del papel de Estado en el área. El Estado dejó progresivamente de invertir recursos en educación, convirtiéndose en un Estado evaluador, y actuando fundamentalmente como agencia fiscalizadora de la eficacia y la productividad de las instituciones educativas, en función de criterios en última instancia determinados por aquellas entidades de las que, directa o indirectamente, dependían los recursos. Al multiplicar las fuentes de financiamiento, estas transformaciones trazaron un panorama complejo que aún describe en buena medida nuestra realidad.

La implementación del Programa de Incentivos fue probablemente uno de los medios a través de los cuales más acabadamente se condicionó la vida de nuestras Universidades, sujetando a los docentes-investigadores a un dispositivo burocrático, no democrático, de control de su tarea, y forzando la adopción de criterios cuantitativistas y productivistas en la evaluación de la actividad académica que, de este modo, profundizó su dependencia respecto de una lógica impuesta por los circuitos hegemónicos de producción del saber. En términos generales, el recurso a fuentes de financiamiento externas y privadas supuso la fragmentación del sistema y la sujeción de la actividad desarrollada en las Universidades a intereses particulares ajenos a una necesaria definición democrática de objetivos comunes que pudiera priorizar la consideración de las necesidades sociales. La contrapartida de la implementación de estos dispositivos fue la obligación de adaptar programas, carreras y proyectos institucionales a aquellas pautas propuestas por los organismos internacionales que propiciaban en toda América Latina reformas del mismo tenor: la reducción de las carreras de grado, el arancelamiento de los posgrados, el establecimiento de mecanismos de evaluación y acreditación basados en criterios que traducían estándares de calidad propios de una concepción particular del sentido de la actividad universitaria, impuesta de manera no democrática sobre el conjunto de la comunidad. Sobre la base extorsiva del recorte presupuestario – que supuso también una fuerte precarización de las condiciones laborales para los trabajadores universitarios – el programa neoliberal extendió sus efectos en la Universidad, con la connivencia de algunos sectores académicos que fortalecieron sus posiciones de poder a partir de su intervención en la administración de los recursos, o en función de las vinculaciones que permitían acceder a ellos. Este proceso de transformación del sistema educativo generó además, internamente, un cuadro de intensa competitividad y fuerte individualismo, que alejó a buena parte de los universitarios del debate acerca de su rol en el desarrollo y construcción de un proyecto popular.

3. Un debate necesario: una nueva Ley de Educación Superior para una nueva Universidad

En este marco, la Universidad permanece en buena medida prisionera de la lógica imperante en la década del ’90, y aún está pendiente tanto una revisión crítica de su rol social en aquel período, como una redefinición de sus funciones en esta nueva etapa. Esa discusión no puede ser privativa de los universitarios; la autonomía reivindicada como valor desde la Reforma del `18 no puede significar, en ningún caso, una legitimación de la enajenación respecto del proceso social del que las instituciones del sistema inevitablemente participan. Tampoco puede implicar – en una sociedad que se quiere democrática – la atribución de un privilegio aristocrático que calificara las opiniones respecto de la función que ella debe cumplir en un momento histórico determinado.

El rol de la Universidad tiene que ser objeto de un debate público, abierto a todos los sectores, que debe ser asumido como un debate político, en la medida en que en él se trata de definir colectivamente cuáles son las necesidades que en este nivel del sistema la sociedad busca resolver. Tal como ocurriera con la recientemente sancionada Ley de Educación Nacional, una nueva Ley de Educación Superior que brinde el marco jurídico para desarrollar un nuevo proyecto de Universidad tiene que convocar al protagonismo de docentes, estudiantes, graduados y no docentes, tanto como al resto de la sociedad, que debe expresar sus ideas y propuestas desde sus distintos canales de representación, sea a nivel parlamentario, sea a través de las organizaciones sociales, gremiales y políticas. La sociedad argentina se debe un debate profundo sobre las diferentes formas en que

la Universidad debería relacionarse con sus problemas y proyectos concretos. De tal modo, el debate abierto en torno a

la Universidad necesaria se plantea como un elemento fundamental en el marco del debate más amplio y siempre indefectiblemente inconcluso que acompaña a la disputa por la hegemonía en la sociedad.

En este sentido, uno de los temas centrales que deben articular la discusión sobre la Universidad, y cuya profundización y ampliación representaría al mismo tiempo un aporte fundamental a la definición colectiva del rumbo que podría adoptar el proceso general de transformaciones que atraviesa nuestra sociedad, es el de la vinculación posible y deseable entre las políticas educativas y de investigación, producción científica y tecnológica, y un proyecto económico-político que implique, en las actuales condiciones, una perspectiva de efectiva democratización de la sociedad, vale decir, de superación de la dinámica que reproduce y tiende a ampliar la desigualdad en todos los ámbitos de la vida social.

La discusión que se propicia no puede limitarse a una revisión parcial de algunos artículos de la Ley de Educación Superior sancionada en 1995. De la discusión que queremos impulsar debe surgir una nueva norma, que sea la expresión de una amplia voluntad colectiva dispuesta a integrar plenamente a la Universidad en el proceso de transformaciones que alienta hoy el resurgimiento de una perspectiva emancipatoria para los pueblos de Latinoamérica, y capaz de refundar la relación entre el sistema universitario y el conjunto de la sociedad en términos que otorguen legitimidad democrática a las actividades que en ella se realizan.

El debate necesario que conduzca a la elaboración de una nueva Ley de Educación Superior debería, en primer término, considerar algunas definiciones fundamentales que orienten toda determinación posterior. Ante todo, es preciso asumir que todas las actividades que se desarrollan en el nivel superior de la educación deben formar parte de una política de Estado. La enseñanza universitaria, la investigación y los desarrollos científico-tecnológicos que las Universidades promueven no pueden constituir, de ninguna manera – y contra una creencia bastante extendida – el coto cerrado en el que algunos privilegiados llevan a cabo su tarea independientemente de cualquier forma de condicionamiento externo. Si la Universidad es financiada con fondos públicos, es evidente que ello supone un interés – valga la redundancia – igualmente público por instituir una instancia de producción y un circuito de distribución de conocimientos que debería tender a la resolución de los problemas de interés común y a la creación de mejores condiciones para la integración social. Precisamente, el proceso de desfinanciación de la educación superior por parte del Estado, que se produjo de manera correlativa a la diversificación y privatización creciente de las fuentes de procedencia de los recursos para el funcionamiento de las Universidades, no implicó una ampliación de los márgenes de la autonomía universitaria, sino su mayor sujeción a los requerimientos del mercado y, consecuentemente, de los agentes económicos que dominan su dinámica.

La autonomía que debemos defender es aquella que podría permitir a las Universidades definir – a través de mecanismos internos que aseguren la participación de todos sus integrantes – el modo particular en que sus objetivos institucionales procurarán articular su actividad con las necesidades sociales establecidas como prioritarias por el conjunto de la comunidad a través de los diversos modos en que se constituye y se expresa democráticamente su interés común. En esta etapa, resulta fundamental que
la Universidad asuma un papel activo en la discusión de las políticas públicas, y que contribuya a la producción de las condiciones que permitan avanzar en el proceso de construcción de una sociedad igualitaria que – en el marco de una integración solidaria con los pueblos latinoamericanos y con todos los pueblos que luchan por conquistar su libertad y auto-determinación – afirme su carácter democrático en el ejercicio activo de la soberanía popular.

No le cabe a la Universidad, en abstracto, definir un “modelo alternativo” para este país. No sólo porque la posibilidad de que la intervención de la Universidad favorezca los intereses populares depende de la correlación interna de las fuerzas que disputan poder – también – en ella. Sino porque no hay otro proyecto popular que el que el pueblo construye en el desarrollo mismo de la lucha por el ejercicio de su soberanía. A los trabajadores y a los estudiantes concretos les toca la responsabilidad de asumirse parte de esa lucha, que se desarrolla también dentro de los claustros, recuperando así la mejor tradición histórica de identificación de los universitarios latinoamericanos con la pelea de los pueblos por la independencia, la democracia y la justicia.

4. Hacia una nueva Ley de Educación Superior: la agenda en debate

En virtud del análisis precedente, CONADU entiende que – del mismo modo que ocurriera con el proceso que culminó en la sanción de la Ley de Educación Nacional en el año 2006 –

la Ley de Educación Superior sancionada en 1995 debe ser derogada. Y que la norma que la sustituya debe expresar el consenso que, como resultado de un debate amplio, otorgue legitimidad democrática a las orientaciones políticas generales que se establezcan para regular el desarrollo de la actividad en este nivel del Sistema Educativo.

Los siguientes puntos constituyen, desde nuestro punto de vista, los principios rectores y las consideraciones ineludibles para que el debate logre cumplir tales objetivos:

1. La futura ley debe establecer que la educación superior constituye un bien público, ratificando la gratuidad de la enseñanza superior en las Universidades públicas, y regular el ejercicio del derecho de enseñar y aprender consagrado por el artículo 14 de la Constitución Nacional y los tratados internacionales incorporados a ella. En virtud de esta definición, debe establecerse explícitamente que el Estado no suscribirá ningún pacto que implique considerar a la educación superior como mercancía o bien transable. Es preciso determinar mecanismos que aseguren la igualdad de oportunidades para el acceso y permanencia en el sistema, mediante una adecuada articulación con los restantes niveles del Sistema Educativo, y a través de la implementación de acciones tendientes a compensar desigualdades en la formación básica y en la disponibilidad de recursos materiales de los estudiantes.

2. Son funciones esenciales de la Universidad: producir y contribuir a la distribución equitativa del conocimiento, mediante las actividades de docencia, investigación y extensión concebida como servicio social.

3. La docencia universitaria debe ser jerarquizada mediante la implementación de una carrera docente que incluya concursos públicos de oposición y antecedentes para el ingreso en ella, y mecanismos periódicos de evaluación para la promoción y permanencia en ellos, con perfeccionamiento continuo y gratuito. Simultáneamente debe eliminarse el alto grado de precarización laboral existente derivado de designaciones interinas permanentes, contrataciones abusivas, y debe suprimirse el uso de la figura de docente ad honorem para cargos que deberían ser de planta. La Ley debe reafirmar el reconocimiento pleno de los derechos laborales para los trabajadores de las Universidades, de acuerdo con el Artículo 14 de la Constitución Nacional y la legislación vigente.

4. Investigación, extensión y vinculación con el medio. La producción de saberes pertinentes es estratégica para cualquier proyecto de desarrollo nacional soberano. Las políticas científicas deben apuntar no solamente al desarrollo del conocimiento en sus aspectos básicos, sino que deben promover la producción de un saber orientado a dar respuesta a necesidades sociales concretas, a nivel local, nacional y regional. Deben alentarse proyectos que den sustento a la elaboración de políticas de Estado orientadas a generar las condiciones para un desarrollo productivo autónomo que, centrado en la resolución de los problemas que afectan a las condiciones de vida de la mayoría de la población, sea sustentable en términos económicos, ambientales y sociales. Es preciso promover una adecuación de los contenidos curriculares en función de las prioridades nacionales. Las necesidades humanas básicas deben ocupar un lugar central en la agenda universitaria, en virtud de un sentido de la responsabilidad social que debe incentivarse en las diversas instancias del nivel superior del sistema educativo. En este marco, es necesario poner en discusión el actual Sistema de Incentivos a la Investigación, y abrir el debate en torno a la política nacional de Ciencia y Tecnología.

5. Las Universidades deben gozar de autonomía para manejar sus asuntos internos, aunque dicha autonomía ha de ir acompañada por la obligación de presentar ante las autoridades, el Congreso Nacional, los integrantes de la comunidad universitaria y a la sociedad en su conjunto, una planificación que indique claramente cómo han de contribuir a mejorar las condiciones de vida de la población. Las autoridades universitarias deben tener también la obligación de llevar y presentar públicamente una contabilidad transparente. Los administradores de la enseñanza superior deben ser receptivos, competentes y capaces de evaluar regularmente -mediante mecanismos internos y externos- la eficacia de los procedimientos y las reglas administrativas que permitan alcanzar los objetivos propuestos.

6. Debe establecerse la responsabilidad indelegable del Estado Nacional en el sostenimiento financiero de las Universidades públicas.

7. Debe integrarse a las Universidades en un Sistema nacional adecuadamente articulado sobre la base de la equiparación de los salarios y las condiciones del trabajo de los docentes, de la centralización de la responsabilidad patronal en el Estado Nacional, así como mediante la implementación de programas y acciones que favorezcan la cooperación entre la instituciones, y que faciliten la movilidad inter-institucional de sus estudiantes, docentes y no-docentes.

8. La instancia superior de coordinación interna del Sistema Universitario debe replicar, en su composición colegiada representativa, la estructura del co-gobierno universitario.

9. Es preciso establecer un Sistema Nacional de Evaluación de la actividad universitaria, que regule la creación y acreditación de instituciones y carreras, en función de criterios adecuadamente consensuados y a través de mecanismos que reúnan condiciones para asegurar la plena publicidad de los procedimientos empleados y de los resultados obtenidos. El concepto de “calidad” debe ser sometido a discusión; los criterios de evaluación tienen que ser acordes con los objetivos generales propuestos para el Sistema Universitario. Para establecer la relación con ellos debe incluirse la pertinencia como una variable fundamental en la evaluación. Las instancias a cargo de la formulación y aplicación de los procedimientos de evaluación deben ser integradas de tal modo que en ellas se encuentren adecuadamente representadas las partes involucradas en la determinación de las orientaciones generales que regulan el Sistema Universitario: el Poder Ejecutivo Nacional, el Poder Legislativo Nacional, y las autoridades y representaciones gremiales de las Universidades Nacionales. Deben establecerse programas de apoyo para facilitar a las instituciones la resolución de los problemas detectados mediante la evaluación.

10. Es preciso que las estructuras del co-gobierno de las Universidades que constituyen el sistema aseguren las mejores condiciones para la democratización de los procesos internos de deliberación y toma de decisiones relativas a las cuestiones fundamentales que atañen a su actividad. Ello requiere establecer, para todas las Universidades públicas, el requisito de la elección directa de quienes desempeñarán los principales cargos ejecutivos en las Universidades y Facultades (rectores y decanos); la constitución de un claustro único docente que integre a profesores y auxiliares; el reconocimiento de la ciudadanía plena a los docentes interinos que hayan cumplido un mínimo de dos años de antigüedad en su cargo; la incorporación a los cuerpos colegiados del co-gobierno – con voz y voto – de los trabajadores no-docentes. Debe propiciarse, también, una normalización de las instancias correspondientes al nivel pre-universitario o al del ingreso, que permita a sus integrantes elegir a sus autoridades y constituir democráticamente sus propios cuerpos representativos.
11. Debe regularse la creación y la actividad de las Universidades privadas, y de otras instituciones privadas en el nivel superior de la educación. El Estado debe ejercer el control de la gestión privada en la educación.

12. La Ley debe establecer con claridad que no podrán cumplir funciones de responsabilidad pública en las instancias que componen el nivel superior de la educación, ni en las instituciones que lo integran, aquellas personas que hayan sido condenadas, se encuentren procesadas, o sobre las cuales recaigan denuncias fundadas, por violaciones a los derechos humanos.

Aprobado como documento para el debate por el Congreso Extraordinario de CONADU, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 10 y 11 de agosto de 2007