“El Estado en disputa y la organización de los trabajadores en la universidad”

f1.jpgDocumento político de la Memoria aprobada por el XXIV Congreso Ordinario, 8 de noviembre de 2007, Chilecito. Este documento, también, se puede descargar en nuestra sección DOCUMENTOS.

CONGRESO ORDINARIO de

la FEDERACIÓN NACIONAL DE DOCENTES UNIVERSITARIOS (CONADU)

 

Chilecito,

La Rioja, 8 y 9 de noviembre de 2007

 

 

MEMORIA – DOCUMENTO PARA EL DEBATE

1. EL ESTADO EN DISPUTA

Uno de los rasgos distintivos del actual proceso político en América Latina es el resurgimiento del Estado como un actor fundamental en el intento de redefinir las reglas de funcionamiento de las economías nacionales, mediante una intervención política tendiente a revertir las consecuencias sociales de las políticas de exclusión que asolaron la región en las décadas anteriores.
Si bien la crisis que tornó inviable la continuidad del programa neoliberal respondió en parte al desarrollo de las propias contradicciones entre los sectores dominantes, a las que condujo el régimen basado en la acumulación financiera del capital en los países periféricos, ella también es fruto de las luchas y la movilización popular, que expresaron la imposibilidad de legitimar socialmente aquel modelo, y de pretender mantener un grado de consenso que garantizara la gobernabilidad de los territorios expoliados. Esa resistencia se tradujo, en los últimos años, en la llegada al gobierno de diversas fuerzas que – más o menos allegadas o vinculadas al movimiento popular – cosecharon su caudal político en el rechazo mayoritario a la perpetuación de aquel proyecto que el Consenso de Washington trazara como estrategia de dominio global, y que implicó, en términos generales, la reformulación de las funciones del Estado, con vistas a generar las condiciones que favorecieran una insersión de las economías de los países periférico-dependientes que fuera plenamente funcional al esquema de transnacionalización de capitales acrecentados en la actividad especulativa.
La emergencia de gobiernos que asumen una común determinación anti-neoliberal, con un fuerte respaldo popular, en condiciones que favorecen las perspectivas de recuperación de la capacidad productiva de las economías de la región, representa una situación que – con los matices que caracterizan de manera particular a cada uno de los países – puede valorarse, en términos continentales, como una oportunidad histórica. La oportunidad de volver a inscribir en un horizonte colectivo la perspectiva de un proceso emancipatorio, que conduzca a una profunda transformación de la sociedad, sobre la base de la igualdad, la soberanía y la fraternidad de los pueblos.
Pero no será posible alcanzar ese futuro que hoy se presenta como anhelo colectivo de lograr las condiciones para la realización de la justicia social, en tanto no se produzcan modificaciones sustantivas en la estructura socio-económica de nuestros países. La orientación general del proceso político-social, y el carácter de los gobiernos emergentes en esta etapa, permiten avizorar esas transformaciones como posibles, e incluirlas en la agenda política democrática, lo cual – sin dejar de ser significativo – no es más que el punto de partida, que apenas indica la dimensión del desafío que el movimiento popular debe asumir como horizonte.
El Estado constituye un instrumento decisivo para desarrollar una estrategia que se proponga la transformación de las condiciones estructurales que configuran la matriz distributiva de la riqueza en las economías nacionales. En la actualidad, bajo el signo de la crisis de hegemonía que desplazó al capital financiero del centro del proceso económico en nuestro país, y que condujo a la deslegitimación de las formas tradicionales de organización y representación política, el Estado permanece atravesado por proyectos de diversa índole, habitado en su estructura institucional, y disputado en la orientación de sus políticas principales, por agentes portadores de intereses sectoriales antagónicos.
Durante la última dictadura militar, el Estado terrorista fue el instrumento a través del cual los sectores dominantes procuraron disciplinar violentamente al conjunto de la población y, especialmente, a los trabajadores, para desarticular todo intento previsible de resistencia a un proyecto que implicaría un brutal despojo de los sectores populares, y la pérdida de sus conquistas históricas. En la década del ’90, el discurso que insistía – sobre supuestos motivos de eficiencia y “modernización” – en la necesidad de reducir el aparato estatal y limitar su radio de acción, ocultaba no solamente la intención de liberar a los agentes económicos privados de toda regulación que pudiera fundarse en criterios de interés público, sino el propósito de redefinir las funciones del Estado, para adaptarlo a los requerimientos del proyecto hegemónico que se procuraba afianzar extendiendo su impronta a todos los ámbitos de la vida social. El Estado, entonces, dejó de estar presente como garante de derechos y proveedor de bienes públicos, pero se hizo sentir en su función represiva y en su capacidad de intervenir en el proceso económico para favorecer al capital concentrado, tanto a través de transacciones directas, como mediante la construcción de un andamiaje legal e institucional, que, adecuado a esa finalidad, supuso la eliminación de aquellas leyes, mecanismos de regulación y organismos públicos existentes que podían representar trabas a este proceso.
Las contradicciones que se despliegan en el seno del Estado – así como la magnitud de la destrucción producida a lo largo de casi tres décadas de políticas antipopulares, junto a la debilidad de los instrumentos con los que cuenta el poder público para hacer frente a esta situación – se tornan visibles en un balance entre logros y deudas pendientes del actual proceso político argentino. El crecimiento económico ha redundado en una reducción de los índices de desempleo, de indigencia y pobreza, y en una reactivación del mercado interno y de la actividad productiva que resultan auspiciosas. Y, si bien es cierto que la gravedad de la situación a la que habíamos llegado multiplica – especialmente para quienes padecieron más dramáticamente el deterioro de sus condiciones de vida – el efecto benéfico inmediato de la reactivación en curso, es importante apreciar este hecho en su justa medida. El crecimiento del empleo registrado, el paulatino aumento de salarios, junto al blanqueo progresivo de sumas en negro; la convocatoria a paritarias en distintos sectores y al Consejo del Salario, con la inclusión de la representación de la CTA, constituyen pasos importantes en el terreno de las demandas de los trabajadores, y abren una perspectiva de avance en un proceso en el que, junto a los derechos conculcados, comenzamos a recuperar posiciones en la puja por la distribución del ingreso.
Pero, por otra parte, también es preciso advertir que las mejoras relativas en la situación de amplios sectores de la población se hacen sentir de manera netamente diferenciada en los extremos de una escala social que continúa extendiendo la brecha de la desigualdad, resultado de la persistencia de una matriz distributiva de la riqueza que sigue siendo profundamente inequitativa. Además, aquellos logros – y, junto con ellos, la posibilidad de consolidar y profundizar el rumbo de cambios que, sobre esa base, es posible proyectar – se hallan continuamente amenazados, en un contexto en el que la concentración de la economía ha colocado a unas pocas firmas en posición no sólo de condicionar los márgenes de la acción gremial (capacidad que se ve, además, facilitada por la presencia del “sindicalismo empresario” asociado a sus intereses), sino de hacer sentir su poder extorsivo frente a todo intento de establecer regulaciones públicas sobre precios, ganancias y transacciones. Estos sectores, que procuran hacer valer el potencial desestabilizador que les otorga esa posición dominante (facilitada, en este caso, por un sinnúmero de ideólogos, voceros a sueldo y desprevenidos de variada condición), no pueden ofrecer la base social, ni la fuerza productiva necesarias para el desarrollo de un proyecto nacional soberano e inclusivo. Al contrario, los grandes grupos económicos, beneficiarios indiscutidos del proceso de privatizaciones durante la década del ’90, que crecieron amparados por aquel Estado que había sido plenamente cooptado para sus propósitos, siguen demostrando su impronta especulativa. Pese a que el ya extendido ciclo de crecimiento económico les viene reportando cuantiosos dividendos, su interés permanente en la maximización inmediata de sus ganancias no sólo se manifiesta en la pretensión de no admitir ningún mecanismo redistributivo que implique reducir sus amplísimos márgenes de rentabilidad, sino en su disposición a transferir activos y “fugar” capitales, profundizando el proceso de extranjerización de la economía y el vaciamiento del aparato productivo.
En esta situación, en la que se evidencia la insuficiencia del poder popular acumulado para modificar la correlación de las fuerzas sociales y promover un proyecto propio, es imprescindible fortalecer las organizaciones del movimiento popular, y desarrollar una estrategia conjunta para disputar la orientación de las políticas de Estado, la única herramienta a través de la cual, en estas condiciones, puede un poder democrático aspirar a imponer nuevas reglas para el funcionamiento de la economía. Pero, al mismo tiempo, la reconstrucción de la capacidad del Estado para poner límites a la ambición de los sectores económicos concentrados – no sólo estableciendo mecanismos de regulación sobre la actividad económica, sino interviniendo de manera directa en el proceso de producción y distribución de la riqueza -, es un requisito ineludible y de carácter estratégico para cualquier proyecto que procure avanzar en la realización de las condiciones que aseguren la justicia social.

2. La disputa por la Universidad

La Universidad pública es, no obstante su autonomía académica e institucional, una institución estatal, y, como tal, ha sido en los ’90 uno de los ámbitos en los cuales se intentó plasmar una serie de reformas, acordes con la orientación general del programa neoliberal. A nivel de la educación superior, la reestructuración promovida en esos años fue – como en otros ámbitos – facilitada por la instalación previa de un discurso que desacreditaba al Estado y a la gestión pública, y que se extendió también sobre las Universidades. Y así como, mientras se denostaba a la política, existió una política que proyectó sobre todos los ámbitos de lo social su carácter anti-popular, hubo también una política para la educación superior, que tras la exigencia de rendimiento, eficiencia, y sustentabilidad económica, introdujo un conjunto de dispositivos que procuraron adecuar a las instituciones del sistema a los objetivos de un programa de elitización del conocimiento, y de provisión de graduados adaptados al perfil profesional requerido por el mercado, construyendo, al mismo tiempo, un mercado de la educación superior.
Los objetivos de la reforma, definidos con claridad en los documentos de los organismos multilaterales de crédito, no se cumplieron plenamente, limitados no sólo por la resistencia opuesta por algunos sectores universitarios, sino también como resultado del modo en que los programas a través de los cuales se pretendía realizarlos fueron adoptados en la práctica, e inscritos en la dinámica propia de la vida académica. No obstante, aquella política tuvo efectos que aún persisten, y esa misma política no ha dejado de tener sus promotores, dentro y fuera de la universidad.
Si uno de los elementos constitutivos de la reestructuración neoliberal en la Universidad ha sido el desfinanciamiento público – que sirvió como factor de presión para que se aceptaran algunas de las reformas y programas -, éste no ha sido, de ningún modo, el único de sus aspectos fundamentales. Es por ello que no podría pretenderse que el aumento presupuestario fuera suficiente para resolver la crisis que – como el conjunto de las instituciones públicas – atraviesa la Universidad. La apertura de las Universidades a fuentes de financiamiento alternativas, complementarias de los recursos procedentes del Presupuesto nacional, favoreció la adopción de una dinámica que vinculó fuertemente a un amplio espectro de la actividad académica a un circuito de producción y distribución del conocimiento basado en la lógica del mercado, ligado a intereses particulares, y sujeto a criterios y valoraciones que responden a aquellos intereses, y no a una consideración de los objetivos que la sociedad pudiera determinar democráticamente como relevantes.
Por eso, a la imperiosa necesidad de adecuar sus estructuras y objetivos tradicionales para poder intervenir críticamente en la dinámica impuesta por las actuales condiciones de producción y circulación del conocimiento, el nivel de la Educación Superior y, en particular, las Universidades Nacionales, deben sumar hoy la tarea de revisar hasta qué grado y de qué maneras las reformas implementadas en los ’90 han impactado en su desempeño, y constituyen una limitación para el desarrollo de su capacidad de contribuir de una forma significativa en la generación de aquellas condiciones necesarias para la democratización de la sociedad.
Sin duda, es en las Universidades Nacionales donde nuestra sociedad ha construido, históricamente, el ámbito por excelencia para la producción social del conocimiento del más alto nivel, que ella requiere para desarrollarse y dar respuesta a sus necesidades y anhelos. La existencia de un sistema público de educación superior reconocido – aún con sus carencias ya de larga data – como un ámbito calificado; que es valorado, además, como patrimonio común; constituye una reserva estratégica para la construcción de un proyecto nacional-popular soberano. Nuestras Universidades, los universitarios, estamos llamados a cumplir un rol en este proceso, que requiere contar con investigadores y docentes capaces de orientar su tarea a la participación en la elaboración de políticas públicas, que apunten a resolver los problemas sociales más urgentes, pero que también contribuyan a sentar las bases que permitan producir los cambios estructurales sin los cuales la emergencia social (tan desigualmente distribuida como la riqueza) no dejará de reproducirse.
Producir esos cambios implicaría, entre otras cosas: fortalecer el sistema educativo nacional en su totalidad; construir un sistema público nacional de salud; reformar el sistema judicial con vistas a poner todas sus instancias al servicio de la protección integral de los derechos fundamentales de las personas; promover una reforma tributaria que haga de los impuestos un instrumento de redistribución de la riqueza y de regulación de las actividades económicas; elaborar proyectos viables de recuperación de la propiedad y el control estatal de los recursos energéticos, así como de las empresas productivas y de servicios que fueran privatizadas o desmanteladas en los ’90; promover una modificación del régimen de propiedad de la tierra; establecer un andamiaje legal e institucional que permita disponer de mecanismos efectivos para la regulación del proceso económico en función del interés común; proyectar políticas sociales que, integrando a la comunidad y sus organizaciones en su elaboración e implementación, superen el nivel asistencial y promuevan formas genuinas de construcción de la ciudadanía. Implica, también, fortalecer a aquellos sectores cuya actividad en la producción se orienta más claramente a la satisfacción de las necesidades populares y a la creación de trabajo genuino: los pequeños y medianos productores de la ciudad y del campo, las cooperativas y, en general, las organizaciones del trabajo autogestionado.
La consecución de estos objetivos requiere, indudablemente, decisiones políticas y respaldo popular, voluntad y organización. Pero, en todos los casos, es preciso también contar con capacidades técnicas y profesionales, dispuestas a contribuir con el desarrollo de proyectos estratégicos, la formación de recursos humanos, la creación de tecnologías alternativas que sean económica y socialmente sustentables, la recuperación y sistematización de los conocimientos generados a través de la experiencia popular, la construcción de redes comunicacionales que respalden la realización de estos proyectos, etc., etc.
La Universidad tiene como finalidad fundamental promover el desarrollo de esos conocimientos y esas capacidades, y todas aquellas tareas convocan, de diversas maneras, a la participación y al compromiso de los universitarios. Pero esa participación no puede ser meramente el resultado de la determinación voluntarista de unos pocos. La institución universitaria tiene que definir y promover las formas concretas a través de las cuales llevará a la práctica este compromiso, disponiendo además todas las medidas necesarias para que este esfuerzo que la sociedad requiere de los universitarios sea adecuadamente valorado y retribuido. El Sistema Nacional Universitario tiene que ser además reestructurado, y su actividad orientada, no sólo mediante una nueva Ley para el sector, sino a través de una política nacional universitaria que promueva claramente estos objetivos.
Pero la Universidad misma ha sido y es, actualmente, uno de los escenarios en los que se desarrolla también la disputa política entre aquellos que pretenden mantener sus posiciones de privilegio, y quienes sostenemos que el compromiso con las necesidades de la mayoría es ineludible, para una institución cuyo carácter público debe manifestarse tanto en la garantía de las condiciones para el acceso y permanencia en ella de los sectores populares, como en los principios y criterios que orientan y regulan su actividad. La posibilidad de que la Universidad cumpla el rol que entendemos está llamada a desempeñar en esta etapa depende, en buena medida, de nuestra capacidad de resolver esa disputa, sin perder de vista que la definición de una política universitaria no compete exclusivamente a los universitarios: la sociedad en su conjunto debe ser partícipe de este debate y debe poder, a través de las diversas formas en que se expresa su voluntad, intervenir en la determinación del sentido que funda la legitimidad del quehacer de esta institución.

3. La organización de los trabajadores docentes en la Universidad

La organización sindical de los trabajadores docentes tiene que asumir su parte en esta disputa por la Universidad, y en la construcción de un proyecto de país. Si los docentes universitarios reivindicamos – independientemente de la calificación académica que cada quien haya logrado alcanzar – nuestra condición de trabajadores, tenemos la responsabilidad de contribuir, desde el lugar en el que desarrollamos nuestra tarea, al fortalecimiento de la organización general de la clase trabajadora, y – con ella – a la generación de las transformaciones necesarias para asegurar una mejora sustantiva en las condiciones de vida de nuestro pueblo, en el marco de la realización de una sociedad justa e igualitaria.
Asumir esta responsabilidad exige tomar como tarea fundamental, en esta etapa, la discusión y resolución de las cuestiones de las que depende la posibilidad de que la Universidad cumpla, efectivamente, un rol decisivo en la construcción colectiva de aquella sociedad. Pero reclama de todos nosotros, también, la capacidad de afrontar la búsqueda de soluciones a los problemas inmediatos que afectan las condiciones laborales particulares de nuestro sector, sin perder de vista el horizonte más amplio en el que se define el sentido mismo de nuestra actividad como docentes e investigadores. El debate de las cuestiones salariales y previsionales, de las condiciones y medio ambiente de trabajo, etc., así como el reclamo por el aumento de presupuesto, tiene que darse en el marco de una visión atenta a la complejidad de la problemática actual de la Universidad pública, y en estrecha relación con la cuestión política de fondo.
Si no advertimos el modo en que cada uno de estos problemas se relaciona con la totalidad del “problema universitario”, nos veremos llevados no solamente a la estéril búsqueda “cortoplacista” de soluciones que no modifican las condiciones estructurales que originan los problemas, sino – lo cual es aún más grave – a desatender las consecuencias políticas que algunas medidas podrían tener, en relación con el problema fundamental, que consiste, desde nuestro punto de vista, en resolver de qué modo la Universidad responde hoy a las necesidades y expectativas de una sociedad que se ha expresado mayoritariamente decidida a sostener un proceso de cambios en nuestro país.
Una práctica sindical corporativa que se limite a procurar, con mirada estrecha, la respuesta puntual a las demandas de mejora de la situación laboral de los trabajadores del propio sector, y que desatienda su efecto sobre la situación general y las perspectivas de mejora del conjunto, es, además, un factor que conspira contra la construcción de la unidad de la clase, objetivo fundamental para una estrategia política emancipatoria que se afirme sobre la base de la organización y movilización popular. Este principio – fundacional en la experiencia de la Central de Trabajadores Argentinos de la que formamos parte – constituye una premisa básica para la institución de un modelo sindical que procura integrar a la organización de los trabajadores en el desarrollo de una estrategia colectiva del movimiento popular, para avanzar hacia el objetivo de la liberación nacional y social.
Es por ello que en CONADU hemos sostenido permanentemente la necesidad de continuar reclamando la equiparación del salario correspondiente al cargo testigo con el valor de la media canasta familiar, sin perder de vista que es el conjunto de los trabajadores el que debe lograr avanzar en el proceso de recuperación de una posición favorable en la distribución del ingreso. Pero, además, hemos advertido que el planteo de estas reivindicaciones no puede llevarnos a dejar de lado otros temas que muchos, interesadamente, preferirían eludir; como una necesaria discusión sobre el modo en que se debería asegurar que la actividad cuya digna remuneración estamos reclamando, responde efectivamente a las necesidades fundamentales de la sociedad que la sustenta a través del erario público. Del mismo modo, hemos insistido en nuestra convicción de que la recomposición de un mecanismo de movilidad que vincule de manera directa los haberes jubilatorios y los salarios de los trabajadores activos es una meta que, en la medida en que la Ley de Solidaridad Previsional nos afecta a todos, debe ser lograda por y para el conjunto de los trabajadores, en una lucha conjunta, que no establezca pretensiones de privilegio y que contribuya a fortalecer la organización común.
Sobre la base de estas convicciones, hemos dado especial relevancia a la necesidad de sumar nuestra voz a un debate sobre una nueva Ley de Educación Superior que aún permanece reducido a algunos foros, desprovisto del grado de publicidad que creemos debería tener. La propia experiencia histórica nos permite advertir que sólo una profunda discusión sobre la función social de la Universidad, que conduzca a la sanción de una nueva norma sobre la base de un consenso significativo – dentro y fuera del ámbito universitario – hará posible que la actividad que en ella se desarrolla cuente con la legitimidad y la adhesión que se requieren, para que las reformas que pudieran promoverse sean efectivamente adoptadas por los directos implicados, y les permitan llevar a cabo una tarea socialmente necesaria y valorada.

 

Será necesario, entonces, asumir como un objetivo central para nuestra Federación la tarea de instalar este debate. Porque en el año 2007, al igual que en el 2006, la crisis de las Universidades Nacionales parece haberse expresado en las numerosas situaciones de conflicto planteadas en torno a la cuestión de la “democratización”, que, en el discurso de la mayor parte de los sectores involucrados, se presentaba estrechamente ligada – y usualmente reducida – al problema de la fórmula del co-gobierno. Pero han sido excepcionales las voces que llegaron a proponer un planteo del problema que asumiera miras más amplias, en un contexto en el que la misma práctica de los actores involucrados conspiraba contra la posibilidad de llevar adelante un debate público que expusiera claramente las posiciones en juego, y sólo contribuyó a alejar a la mayor parte de los mismos universitarios de la escena del conflicto.
El verdadero problema de la democratización de la Universidad no consiste meramente – como querría una visión autorreferencial, cuando no mezquinamente interesada, del asunto – en una modificación de la estructura del co-gobierno, y mucho menos en un cambio que se redujese a la ampliación de la proporción de la representación estudiantil en los cuerpos colegiados. Democratizar la Universidad supone, sobre todo, profundizar el vínculo entre la actividad que en ella se lleva a cabo, y las necesidades de la mayoría de la población, que confía a esta institución pública la responsabilidad de producir, con el mayor nivel, un conocimiento socialmente significativo que contribuya al bienestar general. De modo que no habrá democratización de la Universidad sin una profunda revisión del modo en que actualmente la Universidad cumple su misión, y de las transformaciones que requeriría estrechar ese vínculo.
Sin duda, habrá que promover cambios en el modo en que se constituye el gobierno de la Universidad, para que quienes desarrollan su actividad en ella – docentes, estudiantes, personal de apoyo – puedan ejercer su derecho a participar en el proceso interno de toma de decisiones, de forma tal que se asegure el carácter democrático de la resolución del modo en que la Universidad efectiviza su responsabilidad ante la sociedad. En este sentido, y sobre todo en ocasión de discutir una nueva Ley de Educación Superior, consideramos importante subrayar la definición que CONADU ha sostenido históricamente, respecto de la necesidad de que dicha norma exija la adecuación de los Estatutos al reconocimiento de la ciudadanía plena del claustro docente, y el establecimiento de la elección directa de las autoridades, como condiciones que deben cumplirse para promover la democratización interna de las Universidades. Sabemos que los sectores corporativos que quieren mantener el divorcio entre las Universidades y la sociedad, se oponen a la incorporación de estos requisitos, basándose en una falsa interpretación de la autonomía universitaria; pero entendemos que ésta no es sólo una reivindicación de nuestro sector, sino además una condición necesaria para profundizar el vínculo entre el quehacer universitario y las necesidades de la comunidad.

Es preciso, al mismo tiempo, avanzar en una reestructuración del Sistema Universitario que permita, a través de una adecuada articulación entre las instituciones que lo componen, aprovechar los recursos disponibles y los que vayan a demandarse, así como potenciar la capacidad de cada Universidad para atender los requerimientos propios de la región en la que extiende su área de influencia inmediata. Habrá que disponer – más allá de la afirmación de la gratuidad de la enseñanza – garantías efectivas para asegurar el acceso, la permanencia y la graduación de los estudiantes, especialmente de aquellos que se encuentran más desfavorecidos por su situación socio-económica y carencias en la formación recibida en el nivel medio. Será ineludible debatir seriamente cuáles son las instancias, los mecanismos y los criterios para la evaluación académica e institucional; cuáles las fuentes y formas de financiamiento admisibles; cuáles los ámbitos en los que debería definirse una política universitaria que constituya una política de Estado.
Las Universidades podrán ser, además, ellas mismas un factor de democratización de la sociedad, sólo si logramos efectivamente estrechar la relación entre nuestra actividad y las necesidades populares. La resolución de la crisis de la Universidad dependerá, finalmente, de nuestra capacidad de ser partícipes, desde nuestra condición de trabajadores universitarios, en la construcción de un proyecto político que nos permita avanzar, con el conjunto del movimiento popular, hacia la realización de una sociedad justa e igualitaria.