«Argumentos a favor del proyecto de ley de interrupción voluntaria del embarazo», por Yamile Socolovsky

En mi condición de Secretaria de Formación de la Mesa Nacional de la CTA y de Secretaria de Relaciones Internacionales de la CONADU, vengo a expresar el apoyo de las organizaciones sindicales de las que formo parte al Proyecto de Ley de IVE impulsado por la Campaña por el aborto legal, seguro y gratuito.

También, como docente universitaria, quiero subrayar la adhesión a la Campaña y el pronunciamiento favorable a este proyecto de un importante número de universidades públicas, el cual se ha hecho manifiesto a través de declaraciones de sus Consejos Superiores y Consejos Directivos de Facultades (Universidad Nacional de Entre Ríos, UNGS, UNPA, UNPSJB, UNLPam, UNMdP, UNComa, UNLP, UNC, UBA, etc), y de la declaración recientemente suscripta por 39 rectores y rectoras. Y la creación de Cátedras en las que se aborda el tema del aborto como una cuestión de salud pública (Trabajo Social de la UBA, Medicina de la UNR y Medicina de la UNLP), que reafirma, además, la determinación con que nuestras universidades están asumiendo la necesidad de intervenir en este debate, pero también la responsabilidad de incorporar este tema en el proceso de formación profesional y de ciudadanía.

Nuestras organizaciones sindicales, al igual que nuestras universidades, han comprendido que tenían, que tienen, la responsabilidad de debatir este tema y de pronunciarse al respecto. Porque las estudiantes y las docentes universitarias abortamos; las trabajadoras abortamos. Las mujeres decidimos, y abortamos. Es un hecho. Lo que ahora les toca a ustedes decidir, es si el aborto va a ser legal, o va a seguir siendo clandestino, injustamente inseguro, fuente de nuevas violencias, signo de la desigualdad social.

Lo que está en juego en esta instancia es la posibilidad de dar un paso relevante en la construcción de nuestra democracia, por eso hemos llegado hasta aquí: de la calle al Palacio. La instalación de este debate – del mismo modo que la progresiva toma de posición en él de parte de instituciones y organizaciones plurales y complejas, como lo son universidades y sindicatos – ha sido resultado de un gran esfuerzo militante y un responsable trabajo político del movimiento de mujeres, que ha logrado que el tratamiento de este proyecto resulte ya ineludible, en tanto expresa una legítima pero también extendida demanda en relación a una cuestión que requiere de manera impostergable una respuesta del Estado. No sólo celebramos que, como resultado de una justa lucha democrática, este debate comience a desarrollarse, y que nuestra palabra sea escuchada en este ámbito, sino que esperamos, y seguimos reclamando, que el Proyecto llegue al recinto legislativo, sea finalmente aprobado, y que una política pública adecuada garantice todos los aspectos de su implementación.

La legalización del aborto es una exigencia de justicia social, de democratización del acceso a la salud, de respeto a los derechos fundamentales y de reconocimiento de la dignidad de las personas, lo cual requiere limitar la pretensión normativa del Estado sobre la autonomía de las mujeres. Y exige, al mismo tiempo, establecer claramente la responsabilidad estatal en la provisión de información, formación y recursos para garantizar el ejercicio de una autonomía que siempre está condicionada por determinantes sociales que nos afectan de manera desigual a las mujeres y, particularmente, a las mujeres pobres.

La clandestinidad nos afecta a todas, pero golpea mucho más duramente aún a las mujeres que carecen de los recursos necesarios para que esta decisión no las exponga a padecimientos que muchas veces culminan en la muerte. La enorme desigualdad en las condiciones y perspectivas que conlleva un aborto implica que se trata aquí de un problema de justicia social y democratización del acceso a la salud, que sólo podría ser resuelto a través de la política pública. Por eso no hablamos solamente de la legalización del aborto, sino de que esta práctica sea accesible en el sistema público de salud, sin que ello comporte padecimientos evitables, violencia institucional o avasallamiento de la dignidad de las mujeres. La desigualdad tiene como efecto la negación fáctica de los derechos, por eso la ley que consagra un derecho también tiene que proveer las condiciones para su efectivo ejercicio, comprometiendo al Estado a cumplir su rol de protección y reparación.

Pero también es responsabilidad del Estado desarrollar las políticas necesarias para asegurar condiciones materiales y culturales que nos permitan a las mujeres fortalecer, no nuestra capacidad de decidir (que no está en discusión), sino nuestras posibilidades de ejercer, sin restricciones ni extorsiones, esa capacidad. La provisión de métodos anticonceptivos en el sistema público de salud es, sin dudas, una base material elemental para el ejercicio pleno del derecho a decidir. Y la educación sexual integral, mucho más que una forma curricularizada de acceso al conocimiento necesario para una decisión informada, es un componente fundamental para avanzar en la transformación democrática de las relaciones interpersonales y de las representaciones colectivas que condicionan cotidianamente nuestras vidas y reproducen, de no mediar una acción crítica y deconstructiva de los roles establecidos en la sociedad patriarcal, la posición subalternizada de nuestro género. Defender la vida es comprometerse en la lucha para poner fin a la cadena de innumerables violencias que se ejercen contra nosotras todo el tiempo y en todas partes, y esa es una responsabilidad indelegable del Estado.

Porque se trata de poner fin a la violencia. La criminalización del aborto, incluso la penalización parcial que en principio reconoce causales para permitirlo, continúa sometiendo a las mujeres – y, siempre, más aún a las mujeres pobres – a sufrimientos infligidos por la burocracia judicial, el intervencionismo eclesiástico, o el ejercicio autoritario y lucrativo del poder médico. Basta con prestar atención a las situaciones que atraviesan las mujeres que tendrían que poder abortar porque deben someterse a tratamientos de salud ineludibles sin riesgo para su vida. O en la situación – mucho menos advertida – de aquellas mujeres que abortan como consecuencia de embarazos interrumpidos por causas ajenas a su voluntad, y que se ven también empujadas al borde de la clandestinidad y la sospecha. En esta sala se ha escuchado, ojalá se haya escuchado bien, el caso de Ana Acevedo, que dice todo sobre la violencia extrema que se puede desatar sobre una mujer cuando la ley deja abierta la puerta para que otros decidan por ella. En la democracia que queremos, no es posible permitir que eso siga pasando.

Pero, además, en este debate está en juego el reconocimiento de que un aspecto fundamental de la dignidad de las personas reside en la posibilidad de determinar el propio proyecto de vida, y que, en este marco, es preciso reconocernos a las mujeres el derecho a no ser obligadas a ser gestantes. La maternidad debe poder ser una elección. Es una realidad, que la decisión de abortar es muy frecuentemente una última y dolorosa opción. Y, cuando las mujeres decidimos abortar en estas circunstancias, es absolutamente imprescindible no someternos a un sufrimiento adicional e innecesario. Pero también es preciso decir, saber, y reconocer que sabemos, que las mujeres a veces abortamos porque antes entendimos que la maternidad también debe poder ser, cada vez, una decisión. Una mujer no tiene que demostrar que “se ha visto obligada” por causas externas a su determinación, para que una sociedad que insiste en mantenerla en una perpetua “minoría de edad” disculpe su decisión, circunstancial o permanente, de no ser madre. Las mujeres también somos violentadas en nuestra condición de autonomía cuando tenemos que justificar una decisión que sólo atañe a nuestro fuero íntimo.

En el Estado democrático, el poder público no puede sin autoritarismo imponer sobre sus ciudadanas una concepción del bien fundada en creencias que excedan el deber republicano de asegurar colectivamente las condiciones que impidan la opresión. Las mujeres debemos poder decidir sobre nuestros cuerpos, porque tenemos derecho a decidir sobre nuestras vidas.

Poner fin a la injusticia y a las violencias que la clandestinidad del aborto impone sobre las mujeres y personas con capacidad gestante es ya un imperativo de nuestra construcción de democracia. Así lo dicen las calles, falta ahora que lo reconozca el Palacio.

“Educación sexual para decidir, anticonceptivos para no abortar, y aborto legal para no morir”